18 ene 2011

Primer Texto: Arquetipo por Carla Angelo



Arquetipo
Por: Carla G. Angelo Paredes
Sólo mis pasos se escuchaban sobre la calle empedrada. Cada vez intentaba hacer un pequeño cambio a mi rutina. Podría haber caminado por la acera, pero esa noche no, mi ruta sería diferente, así como la forma, el sentido y la velocidad de mis pasos, sólo de ellos. Las viejas casas se alzaban a los costados de la calle, envolviendo el centro de esta con su sombra amenazante provocada por la luna, devorándome, asfixiándome…
Crucé los brazos sobre mi pecho, atisbando a los costados. Todo se veía igual, igual a cada noche en las que recorría la misma senda. Por algún motivo sentía miedo a que algo diferente se encuentrase esta vez al final de la calle, irónicamente, ese temor era esperanzador.
Aceleré el paso, ocultando mi rostro bajo la bufanda; no es que hiciera frío, de hecho no sentía nada, el clima era siempre así en esa dirección. Si tuviera un rostro que hubiera podido ver en ese instante, impasible sería el adjetivo correcto ante ese intento de expresión.
Avancé, la ruta parecía desesperanzadoramente más larga que de costumbre. Poco a poco las sombras indescifrables que se configuraban inmersas en la neblina se manifestaron.
—Buenas noches, ¿otra vez por aquí? —el anciano hombre que barría la acera me dirigió el mismo cortés saludo de siempre, a cual yo respondí asintiendo con la cabeza.
Volví  la mirada al frente y pude sentir su macabra sonrisa formarse a mis espaldas. Cerré los ojos, los volví a abrir, una segunda silueta se hacía visible. Bajo el farol, la rubia señora esperaba la llegada de su esposo. Su pequeña hija no me quitaba los ojos de encima, mantenía la mirada fija en mi rostro, con una fría expresión que nunca había visto en una niña de seis años, sólo en ella. La madre, como siempre, ni siquiera volteó a mirarme, estaba más concentrada en inhalar el humo de su cigarro.
La neblina se espesaba, avanzaba, retrocedía y volvía a avanzar sobre mis pies; para finalmente desaparecer siendo succionada por las desvencijadas puertas de madera que resguardaban la entrada de esas casas coloniales.
La calle cambiaba. No me asusté, era común. Los faroles se doblaban como si de goma estuviesen hechos, contorneándose, sintiendo dolor al ser transformados, mientras oscuras alas se moldeaban. Perdieron su esencia, mas no su utilidad. Aquellos oscuros pichones alzaban vuelo hacia los enmarañados cables eléctricos, posándose de forma apacible, iluminando aún más que en su forma previa.
El panorama se hacía más surrealista a medida que avanzaba, sólo la cholita que lucía una elegante pollera y enorme broche en su sombrero desentonaba en el ambiente. Los objetos parecían… no, de hecho cambiaban a su alrededor.
— ¡Señorita, buenas noches! —se aproximó a mí cariñosamente, reluciendo su dentadura adornada con oro a la tenue luz. Me abrazó con fuerza, yo le correspondí, levanté al vista en un acto de inconsciencia y vi el camino a mis espaldas, el ya recorrido. El paisaje se desmoronaba, cada piedra caía a un abismo oscuro, las casas le seguían, la nada se aproximó a mí con velocidad. Miré con un poco de horror. Aquel mundo causaba una tremenda contradicción en mis sentimientos. Del pavor pasaba a la esperanza, de la esperanza al miedo, del miedo a la desesperación. Aquel personaje de elegante vestimenta me daba confianza por algún motivo. El abrazo cariñoso que me propiciaba cada vez que pasaba junto a su fantasmal comparsa, me indicaba que el final de la ruta estaba cerca.
Después de algunos segundos, o minutos, no sé, me soltó. Y se aproximó bailando a reunirse con sus compadres. Los bailarines desaparecieron, tan improvistamente como habían aparecido. Siempre intentaba recordarlo, y siempre olvidaba estar atenta al momento exacto en el que aparecían.
Contemplé el espacio vacío en el que se desvanecieron. Caminé más rápido. Sentía que la absorbente y extraña oscuridad me pisaba los talones, mas no volteé. Seguí al frente. La cuadra terminaba, la luz me golpeó de improvisto. Sentí un salto en mi corazón. Abrí los ojos previamente enceguecidos por la brillante luz. Ahí estaba, inmersa en la nada, como siempre, al final de esa calle.
Describo ese lugar como “la nada” porque siempre imaginé que así debió haber sido el espacio antes de ser creado. No había ni luz ni oscuridad, el espacio, si podría ser llamado así, era incoloro. Hasta la primera vez que llegué a ese lugar, nunca había podido imaginar nada que no fuera blanco o negro, o gris al menos. “La nada” para mí era un espacio infinito blanco, sin embargo, aquel lugar, no era blanco; infinito, tal vez… No había arriba ni abajo, ni derecha ni izquierda ¿yo estaba al centro? No lo sé. Me sentía inmersa en un transparente cristal, el cual se extendía a mis costados, en todo mí alrededor; transparente al infinito; o al menos tan lejano como para evitar que la mirada transcienda y  encuentre algo al final.
¿Qué me quedaba? Esperé. De pronto lo sentí. Mi corazón daba un vuelco nuevamente, mi cuerpo se erizaba tras sentir una especie de corriente eléctrica que atravesaba desde mi cabeza hasta la punta de mis pies. Pesadamente abrí los párpados, con mucha dificultad, tras esa pequeña batalla logré mi cometido.
El techo envejecido estaba frente a mí, podía ver el foco apagado, ya estaba amaneciendo. Unas cuantas manchas de humedad se habían estado formando, ¿Hacía cuánto que no lo pintaba? Fue el primer pensamiento que se me cruzó. Después escuché la puerta. Seguro era mi madre. El sonido de sus pasos dirigiéndose a mi cama me indicaron que en cualquier momento se iniciaría la prueba de fuego. Esperé ansiosa. Ella se paró frente  a mí. Lentamente subí la mirada, de su estómago a su rostro; me detuve en el cuello. Intenté hablar, ni siquiera balbuceos salían de mi garganta, las esperanzas empezaron a desvanecerse.
Intenté moverme, mi cuerpo no respondía ¿cómo podía hacerle notar que era prisionera en mi propio cuerpo? Necesitaba una sacudida, sólo eso, para desperezar a mi cuerpo del extenso letargo que lo mantenía inmóvil.
Finalmente proseguí, terminé el recorrido que mis ojos habían empezado. Miré su rostro, más bien su cabeza; si se le podía llamar así. Los ojos, labios o cualquier rasgo humano no se encontraban, como siempre, como cada momento en el que creía despertar para encontrarme abismada en otra pesadilla. Hice un intento de sonrisa sarcástica. Por más que tratase, nadie me despertaba.
Me encuentro perdida entre los últimos atisbos de conciencia y el mundo subconsciente, atrapada en una pesadilla sin final. Despierto de una, para encontrarme en la siguiente; en un círculo infinito del que no puedo salir.
 ¿Cuál es el principio? ¿cuál es el final? No lo sé, tampoco me importa, sólo quiero escapar. Las pesadillas siguen la misma secuencia: camino, floto o simplemente me encuentro recostada, esperando ser devorada por el vacío y ser transportada a otra tortuosa realidad. ¿Desde hace cuánto estoy aquí? Quién sabe… puede que días, años, o posiblemente, minutos. La ilusión es tan real, pero el tiempo es confuso.
Tal vez mi mente me juegue una mala pasada, tal vez ya no pertenezca al mundo de los vivos, tal vez, simplemente, es un sueño, una secuencia de sucesos sin sentido ni razón.

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